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Volando hacia la Luna (Cuento de Navidad)

El frío era intenso. Sin duda, bajo cero. Pero ya no tiritaba.

Se podría decir que su cuerpo había decidido dejarse vencer.

Maldijo la hora en que había decidido salir a la montaña.

Noche del 2 de diciembre, víspera de Nochebuena.

Y Salvador se encontraba exhausto… y perdido.

Cerró los ojos. Y su mente se puso a recordar…

Algo le sobresaltó. Sus ojos se abrieron, pero la oscuridad ya era total. Excepto la claridad que le proporcionaba una luna inmensa, majestuosa, hipnótica. Volvió a escuchar aquel susurro que le había sobresaltado. Era curioso, pero estaba dispuesto a jurar que era la mismísima luna la que le susurraba. Le recordó la forma en que le susurraba su madre, a la hora de dormir. Y se sintió extrañamente reconfortado. Incluso su cuerpo se estremeció al sentir una ola de calor. ¿Eran los primeros síntomas de que estaba perdiendo la razón? ¿Sería verdad que el frío intenso, la congelación, te llevaba a la locura?

Salvador no había sido nunca un hombre religioso. Ni creía en dioses o demonios. La verdad es que no creía en nada que no pudiera ver, o medir, o fotografiar. En aquellas circunstancias, no esperaba un milagro que lo salvara, ni iba a suplicar que un ser angelical le salvara. Tampoco esperaba ver la luz al final del túnel. No. Salvador sabía que no había nada más que aquello que percibimos con nuestros sentidos físicos.

Volvió a mirar la luna. Juraría que la veía ahora más grande, más luminosa… pero la luz era de una tonalidad diferente. Por un instante, sintió que su cuerpo “volaba” hacia ella. Fue un segundo, pero la impresión impactó de lleno sobre su mente. Sonrió, si es que en aquellas circunstancias podía sonreír, cuando su cerebro, desvariando, le impulsó a tararear Volando hacia la Luna, la canción de Frank Sinatra. Por muy fan de Sinatra que fuera, aquello no era normal. Y volvió a pensar en el frío, la congelación, la locura…

“…Ven”. Oyó aquella palabra. Sí. La oyó. No le quedaba duda. Ni locura ni gaitas, alguien, o algo, le había dicho “ven”. Clara, nítidamente.

Respiró hondo, intentando tranquilizarse. Estaba solo en medio de la montaña, y era inverosímil que alguien estuviera a su alrededor. Volvió a respirar hondo. Dirigió la mirada a la luna… y por unos segundos la faz de la luna tomó las formas y la silueta de un rostro, de un rostro de mujer. Un rostro bellísimo. Virginal. ¿Estaba sufriendo una experiencia mística? Al borde de la muerte. O quizás muerto ya, y no lo sabía.

No, no podía estar muerto, pues si lo estaba y seguía “pensando” es que había algo más allá de la muerte. Y no, no podía haberlo. Por lo tanto, seguía vivo. Sin esperanzas de que lo salvaran, pues nadie sabía que estaba allí, perdido. Y nadie iba a aventurarse por aquellos parajes, con aquel tiempo, y a aquellas horas. Su muerte iba a ser inevitable. Pero… aquellos susurros…

“Ven”. Otra vez. Tenía que ser su imaginación, un desvarío, sin duda. Miró a la luna. No vio nada extraordinario. Pero la luna le transmitía calor. No era el astro frío en el que uno piensa. De repente, algo cruzó “por delante” de la luna. Realmente, estaba volviéndose loco, sin duda alguna.

Hubiera jurado que era un trineo tirado por renos...

Salvador fue encontrado, en perfectas condiciones, en un pequeño refugio. Un grupo excursionista lo encontró la mañana del 24 de diciembre. Nunca supo explicar cómo llegó allí. Pero uno de los excursionistas afirmaba que había un rastro en la nieve, como de un trineo, y pisadas, muchas pisadas de animales…

Aquella Nochebuena, y después de varios sin hacerlo, llamó a casa de sus padres. Y cenó con ellos. Su pelo había encanecido. Pero sus ojos brillaban como nunca habían brillado.

Ven…


Santiago Guerrero.

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